Todos aprendemos a hablar. Todos aprendemos que las cosas tienen nombre y significado. Todos vamos aprendiendo que para comunicarnos y vincularnos necesitamos hacer uso de palabras y de sentido compartido. Pero sin embargo, no todos nos comprendemos o incluso compartimos los significados. ¿Qué sucede acaso con la nominación de las cosas? Varias veces antes de atravesar diversas capas de sentido, me di cuenta lo cuidadoso que uno debía ser con el fácil empleo de las definiciones. Mi viejo solía decirme siempre: "primero el concepto", la definición. Pero en su momento lo comprendía como parte de su paterna moralina para el camino de la "vida". Luego de su muerte, y ya pasado unos años, empecé a percibir que aquello que intentaba indicarme con sus frases imborrables, era que el definir un concepto nos da eje, nos ubica, nos habilita a indicar y especificar qué corte, qué perspectiva estamos considerando. Todo un buen arquitecto. Sin embargo, como socióloga, y de acuerdo a la buena enseñazan facultativa, he aprendido a cuestionar la cáscara de las palabras naturalizadas en nuestro común y diario sentido habitual de significar nuestra imaginaria realidad. El definir tan inocentemente cómo uno puede pensar, es como hacer uso de un cuchillo, una trincheta que con su corte filoso corta y segrega realidad de sentido. Hacer uso de definiciones y conceptos sin reveerlas, actualizarla, criticarlas o cuentionarlas nos limita, nos esclaviza, nos discrimina.
Uno de los conceptos que me permitió llegar a este tipo de reflexión es el de género, presentado por la lingüista y filósofa Judith Butler en su libro " Género en disputa". ¿Cómo un concepto tan polisémico puede significar y ocultar tanto sentido diverso? Pero lo que realmente está en disputa, es pues el sentido mismo de la realidad imaginaria y su material ordenamiento de los cuerpos y creencias...
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