Fallecí un 14 de agosto de 2004, a las cuatro de la tarde. Era sábado, y le tocaba a mi hijo mayor venir a darme de comer. Solían alternarse los días. Mi hija mayor ya había venido el día anterior. Y ese día esperaba con ansias que las agujas del reloj indicaran las siete. Era sábado, y mi primogénito iba a venir. Los médicos recomendaban que esta actividad la hiciéramos en “familia”, por eso creo que mi hija sin tener la obligación de venir había decidido igual acompañar a su hermano en esa angustiante tarea que era alimentar a un padre enfermo. Si algo había brotado desde mi enfermedad había sido el fuerte vínculo de unión que, entre ellos se había generado. El apoyo que mutuamente se daban era para no sentir tanto el lúgubre peso que un padre enfermo y depresivo puede causarle a un hijo.
Llegó puntual pero tarde para despedirse. Yo ya había muerto. La causa, otro infarto, esta vez, letal. Mis dos hijos habían acordado encontrarse en clínica médica, en donde en un principio me habían ingresado. Pero cuando mi hija llegó y vio mi cama correctamente tendida y sin ninguna pertenencia mía a su alrededor, su corazón latió tan fuerte que ya sospechaba de mi desaparición. Salió caminando rápido, con paso firme y al llegar al hall vio a su hermano. Ya a esa hora no había nadie. Eran ellos dos solos, sin testigos alrededor. Tal cual venía siendo desde que enfermé. Solos, ellos dos, cuidando de mi depresión. La soledad del hall dejó librado al azar su abrazo a mitad de camino. Lo hicieron muy fuerte y juntos lloraron y se consolaron. “Se acabó” decían los dos, “se acabó”. Por fin los pude dejar...
Llegó puntual pero tarde para despedirse. Yo ya había muerto. La causa, otro infarto, esta vez, letal. Mis dos hijos habían acordado encontrarse en clínica médica, en donde en un principio me habían ingresado. Pero cuando mi hija llegó y vio mi cama correctamente tendida y sin ninguna pertenencia mía a su alrededor, su corazón latió tan fuerte que ya sospechaba de mi desaparición. Salió caminando rápido, con paso firme y al llegar al hall vio a su hermano. Ya a esa hora no había nadie. Eran ellos dos solos, sin testigos alrededor. Tal cual venía siendo desde que enfermé. Solos, ellos dos, cuidando de mi depresión. La soledad del hall dejó librado al azar su abrazo a mitad de camino. Lo hicieron muy fuerte y juntos lloraron y se consolaron. “Se acabó” decían los dos, “se acabó”. Por fin los pude dejar...
Sin palabras. O mejor dicho: no tengo palabras para decir lo que siento...
ResponderEliminarMe niego a las palabras ante mí:
palabras disonantes, palabras cargadas de moralidad, de lo que dicen estar bien o mal, palabras de consejo o de hurra, palabras de revisión, palabras huecas, palabras formales, de esas que parecen tener la propiedad de atravesar un muro y no dejar constancia de ello...
Me niego a las palabras fáciles
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Festejo el díficil trayecto de dotarlas de significación, de llenarlas, de cortarlas, copiarlas y pegarlas y hacelas uno-con-el-mundo.
Festejo el encontrar imagenes que nos envuelvan y nos arropen pero también que nos expulsen, que nos duelan y nos lastimen
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Festejo este construirnos (lenta y dolorosamente), desde lo que han hecho con nosotros, para ser lo que queramos o podamos ser
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Te quiero mucho y mil besos!